El placer del beso reside, muy frecuentemente, en la sorpresa: sorpresa por el acto en sí, sorpresa del otro, sorpresa en el descubrimiento de un rostro, de un olor, de un tacto, de un calor humano, de un cuerpo viviente y vibrante, así como la sorpresa de algo nuevo que compartir y de un intercambio también completamente novedoso. La sorpresa procura, en efecto, un gran poder sobre aquél que se deja sorprender, una superioridad que constituye uno de los principales fundamentos del arte de la seducción.